'Testamento involuntario', de Héctor Abad Faciolince
"Sin amigos es muy difícil escribir"
Por: Diana Calderón / Especial para El Espectador
El columnista y escritor de 'El olvido que seremos' habla del proceso emocional que fue escribir poesía, de las cosas en las que cree, en las que no, de sus amigos, los que se matan y los que no.
Hoy, a las 6 p.m. en Biblos Librería (Cra. 11 Nº 85-79), el escritor Héctor Abad Faciolince hablará sobre su libro de poemas ‘Testamento involuntario’ con el editor Mario Jursich. / Cromos
¿Por qué termina volviéndose voluntario ese testamento que sale hoy a las calles en forma de poemas?
Publico el libro de poemas voluntariamente, es verdad. Pero es un testamento involuntario porque no quiero morirme todavía y sin embargo asocio con la muerte el hecho de escribir poemas. Lo primero que yo escribí, a los 12 años, fueron poemas. Los escribía con un amigo, Daniel Echavarría, que se mató pocos años después. Desde entonces yo, que no soy supersticioso, he pensado que no debía escribir poemas porque me exponía a dar un salto al vacío. Los poemas han sido para mí como una atracción de abismo, y desde entonces evito el abismo de la poesía, al menos en público. He escrito poesía solamente al escondido. Ahora me atrevo.
Dice en el prólogo de su libro que su amigo de adolescencia se quitó la vida. ¿Qué edad tenía, por qué se mató, fue por la poesía?
Él escribía poemas toda la noche y todas las noches. La poesía para él era como una válvula de escape en una olla a presión. Le salían poemas —buenos y malos— como brota el vapor de una olla, pero llegó un momento en que esa olla estalló. La cabeza de Daniel se rompió; la poesía no pudo salvarlo. Desde entonces me asusta esa relación tan íntima con el lenguaje y con la verdad que debe ser la poesía. Por eso, y por lo difícil que es, le temo tanto a este género literario. Tenía 17 años cuando se suicidó.
Me dice que evitó la poesía precisamente porque se exponía a dar un salto al vacío. ¿Miedo a la muerte? ¿O es porque la poesía es donde el escritor se enfrenta a una sinceridad que lo revela como ser, como hombre?
A la muerte no le tengo miedo, pero tampoco le llevo ganas. Como dice mi amigo Aguirre, “tengo la sospecha de que un día me voy a morir”. Pero es verdad que cuando uno se hunde en ese mundo más hondo del lenguaje y de la autenticidad de la vida que es la poesía, la presencia de la muerte se hace más clara, más nítida.
¿Aguirre es Alberto Aguirre, el mejor de sus amigos, el protagonista del último poema del libro?
Sí, el mismo, el mejor de mis amigos. A él está dedicado el último poema del libro. Es la persona que —desde hace 25 años— más me ha ayudado para seguir viviendo y escribiendo. Él fue un gran editor, un gran librero, un excelente fotógrafo, un periodista lúcido y feroz, y para mí el mejor de los amigos. Ahora no quiere ser ni editor, ni librero, ni fotógrafo, ni nada. Dice: “Sé que sigo viviendo por güevón y porque no me atrevo a quitarme la vida”. A veces algunos dicen que es como mi otro padre, pero cuando le han dicho eso a él, contesta: “No, es al revés, Héctor es el papá mío”. Y se ríe, porque todo es por joder la vida. No tenemos una relación paternal ni fraternal ni ninguna de esas majaderías: somos amigos y ya.
Héctor, un amigo que es capaz de quitarse la vida a los 17 y otro que no es capaz a las 82... ¿qué hace para usted que uno sí soporte la poesía, la vida, y el otro no?
Aguirre ha tenido una gran virtud: siendo uno de los mejores lectores de literatura que conozco (novelas, cuentos, poesía), nunca ha cometido el pecado nefando y nefasto de querer escribir literatura. Pero es verdad: al principio y al final de este libro hay dos amigos, uno de 15 años y otro de 85 años (cumple 85 el 19 de diciembre). Y hay más amigos detrás de este libro. Sin amigos es muy difícil escribir. En la adolescencia una poeta antioqueña me ayudó a corregir mis bocetos de poemas: Olga Elena Mattei. Y otro amigo le dio a mi libro su arquitectura interna. Yo le entregué un montón de poemas y él, que es un gran editor, le dio al libro una estructura. Se llama Mario Jursich —el director de la revista El Malpensante, el editor de mi primera novela, Asuntos de un hidalgo disoluto— y gracias a él mi Testamento involuntario tiene unos pilares narrativos en cada sección. Él se dio cuenta de que yo podía darle al libro cierta solidez, cierta armonía simétrica que yo no le había visto. Por eso digo y repito que yo, sin mis amigos, no habría escrito nunca nada bueno. Otro que me animó a publicar los poemas fue Carlos Gaviria, que es mucho mejor lector que político, que incluso me hizo la sabia sugerencia de quitar un par de poemas del libro.
Uno de esos poemas me sugirió suprimirlo, no porque le pareciera malo, sino porque violaba la intimidad de otra persona. Ese es siempre un riesgo en todo lo que yo escribo: me paso y puedo invadir terrenos vedados.
Usted pareciera creer en pocas cosas, sacando obviamente la amistad. Casi que al leerlo se encuentra uno con dolor, poco goce, sólo cuando tienen nombre de mujer. ¿Es así?
Creo en muchas cosas, pero no creo en bobadas. Creo que los hombres somos unos primates con una hipertrofia cerebral; creo que el sol se va a acabar y por lo tanto el mundo también. Creo que hay progreso moral en el mundo. Creo que la biología, la química y la genética influyen mucho en nuestras decisiones psicológicas. Todos estos asuntos en los que yo creo son discutibles y muchas personas no creen en eso. Creo en la libertad de los seres humanos, en la capacidad de hacernos mejores, como personas y como sociedad. Y en las mujeres creo, por supuesto, aunque con las mismas sospechas con que ellas también creen (a veces) en nosotros los hombres. En lo que no creo es en cosas sobrenaturales: fantasmas, reencarnados, cielo, infierno, almas inmortales, dioses, diablos...
En cuanto al poco goce que se pudiera ver en los poemas... es que por eso digo que la poesía tiene algo de vocación de abismo: uno no escribe poemas casi nunca cuando está feliz, sino cuando está en una situación psicológica extraña, medio melancólica, exaltada o triste. Pero cuando uno está muy, muy feliz, no tiene mucho sentido escribir poemas: se distrae de la felicidad. Pero eso no debe despistar
Todavía no he escrito mis “canciones de la loca alegría”. A lo mejor les llegue el momento.
¿No siente que estiró demasiado el capítulo dedicado a la poesía política?
¿Lo estiré demasiado? Es la sección más corta del libro: dos poemas. Si dos poemas le parecen demasiados, se ve que no le gusta nada la poesía política. A mí me hacen reír, no me dan rabia. Son poemas de risa política; y uno de ellos, además, es de política literaria, ni siquiera pública.
Risas... precisamente porque está ese otro Héctor Abad que en sus columnas no se ríe de la política nuestra, como en su columna de “Contagiarse de rabia y de derrota” o de “El comunismo como fe”...
Creo que en esos artículos hay más sonrisa que rabia: decir que uno no debe contagiarse de rabia es una defensa de la alegría, de la serenidad de espíritu en una sociedad que algunos quisieran crispada y rabiosa a toda hora. En cuando al comunismo como religión, también hay ahí risa: me burlo de los que viven el marxismo como una religión revelada; de los que creen que con la doctrina comunista vamos a construir el Paraíso aquí en la tierra. Eso es de una ingenuidad tan grande como pensar que nos podemos amar todos los unos a los otros. Uno ama a la familia, a los hijos, a la esposa, a un amigo, pero es muy difícil amar a Chávez, a Pinochet, a Perón, a Stalin. Es difícil hasta no alegrarse con la muerte de Hitler. Ahí también hay más risa que rabia.
Oigo la risa de un poeta... gracias, Héctor.
Los poetas que me gustan se ríen mucho: Szymborska y De Greiff se ríen mucho. Me gustaría aprender a reírme como ellos.
El tiempo de un libro de poemas
¿Hay poemas del 99 y otros de 2007, cuántos años de poemas hay en este libro? ¿Cuánto tiempo duró escribiéndolo?
Hay poemas muy viejos; o al menos su primer embrión es muy viejo, de los años 80 del siglo pasado. Hay que escribir muchos poemas malos para que al fin salga uno bueno. La mayoría de los poemas que escribo los tengo que tirar a la basura. Siempre he dicho que ser poeta consiste en oponerse al mal poeta que todos llevamos dentro. Trato de oponerme (espero con algún éxito) al mal poeta (cursi, alambicado, dulzarrón) que llevo dentro.
De amores y bigamia
¿Que un hombre que ha amado y lo deja ver en sus poemas firme uno que se llama Bigamia es una confesión o una aspiración?
El mundo moderno es fundamentalmente polígamo y poliándrico. Quiero decir, la sociedad moderna occidental permite el cambio de pareja: hay separaciones, divorcios, anulaciones matrimoniales. Muchísimos hombres y mujeres son polígamos o poliándricas no al mismo tiempo, sino a lo largo del tiempo. Ese poema, Bigamia, está dedicado a las dos mujeres con las que estuve casado (no por matrimonio, pero estar casado consiste, como su nombre lo dice, en compartir casa). Ellas son A y B, las letras bastan, y allí explico lo que aprendí de cada una. Uno aprende mucho de sus esposas.
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